martes, 13 de septiembre de 2011

Deje de creerme princesa


La lluvia me quema la piel, reptando por mi antebrazo hasta caer en finas gotas a través de mis pálidas muñecas. Las costillas me duelen hasta quebrarse contra mis pulmones, y el aire se escapa entre los agujeros abiertos, dejándome como una coraza vacía.

¿Sabes? Realmente llegué a pensar que me querías.

Que tu mirada se perdía entre mis clavículas con lacerante necesidad y deseo, y que mi corazón al latir era el himno de tu alma. Que mis muslos contra tu piel eran todo el hogar que jamás tuviste, y que mis ojos podían ser el mar donde navegarías con parche y pata de palo, como un verdadero pirata, jugando a robarme la razón.

Y ahora, con la lluvia, ácida contra la piel, corroyéndome las venas, sólo puedo reírme mientras la tibieza de unas lágrimas me carcome los pómulos con rencor. 

¿Qué derecho tenía yo a creerme semejante final feliz?

Que tonta que fui, la verdad; no sé cómo me olvidé de que el final feliz ya estaba reservado para los cuentos de hadas, con príncipes al rescate y valiosas princesas deseosas de huir (y tú y yo lo sabíamos bien: Yo jamás fui una chica por la que valiese la pena luchar).